En
el centro de la mesa redonda descansaba, amenazador, un revólver Smith &
Wesson amartillado. Los participantes, frente a frente y con las manos
colocadas boca abajo sobre el tapete, evitaban mirarse.
«Señor
Goodman, empieza usted»
La
profunda voz, proveniente de la oscuridad, pertenecía a Míster Ferro, dueño del
casino y organizador de aquella locura. Woody dio un respingo y necesitó de
toda su voluntad para ahogar un grito. En su lugar, emitió un tembloroso gemido
que, esperaba, no hubiera sido oído por nadie. Nunca había sido un tipo
arrojado. Su enclenque figura y los rasgos ratoniles no ayudaban a ello. Y en
su casa siempre se había valorado más una aguda réplica que un puñetazo. Eso no
fue, sin embargo, impedimento para que frecuentara la dudosa compañía de los
salones de juego, hasta haber acumulado una colosal deuda que podría costarle
la vida. O costársela a otro. Ambas opciones le parecían inadmisibles, pero no
había otro camino. Agarró con mano vacilante el arma. Era enorme y pesada, y su
tacto le provocó náuseas. Finalmente miró al otro desdichado y,
lentamente, con un temor infinito, le apuntó con el revólver. Cerró los
ojos con desesperación y apretó el gatillo.
Un
sonoro chasquido se multiplicó entre las paredes del pequeño lugar. Volvieron a
escucharse murmullos entre las sombras.
«Su
turno, señor Cassidy»
Red
Tom Cassidy se enderezó en la silla. Alto y grueso, el pelirrojo irlandés
parecía una barrica de roble gastado y olía como tal.Desde que hizo
del engaño en el juego su medio de ganarse la vida había caminado al filo del
abismo y, al final, se encontró eligiendo entre dos malas opciones: darse
un chapuzón en la dársena con unos flamantes zapatos de cemento o participar en
un enfermizo espectáculo de azar para que ricachones aburridos apostaran su
dinero. Ni siquiera necesitó pensarlo. Observó al hombrecillo que tenía
enfrente. No tenía nada en su contra, pero cada uno tenía que salvarse el
propio trasero. Y el suyo dependía de que le metiera una bala en la cabeza. Cogió
sin dudar el revólver y señaló con el cañón al tipo, que parecía a punto de
desmayarse.
De
repente, un pensamiento se instaló en su cabeza, ocupándolo todo: siempre había
vivido según sus propias reglas, ¿Por qué no morir de la misma manera?
Apretó
el gatillo.
La
bala pasó a escasos centímetros de la cara de Woody Goodman. Un grito se fundió
con el sonido de la detonación y un cuerpo cayó entre las sombras. Al momento,
varios individuos se abalanzaron sobre el sonriente irlandes.
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