sábado, 25 de junio de 2016

Desde el barril






El hartazgo de manzanas me provocó un dulce sopor y me sumió en una agradable duermevela, dentro del barril en el que me había metido a degustar las frutas. Al poco, en mis sueños monopolizados por el fabuloso tesoro del Capitán Flint tras el que navegábamos, se colaron unos murmullos roncos y toscos. Reconocí la autoritaria voz de Long John Silver, el cocinero, y lo que oí hizo que la sangre dejara de circular por mi cuerpo. Me asomé con cuidado a un orificio del barril y agudicé el oído.

—Estamos cerca de nuestro destino, caballeros, y no es momento de impaciencias. Debemos aguardar a tener el tesoro bien custodiado en la bodega y el rumbo de vuelta trazado antes de hacernos con el navío y adornas las aguas con los cuerpos del capitán y sus camaradas.

Una de las cuatro personas que lo escuchaban se adelantó.

—Hablas muy bien, Barbacoa, pero ya estamos hartos de la espera —dijo el timonel Hands—. Esta misma noche pasaremos a cuchillo a todo aquel que no nos apoye.

Hands le dio la espalda a Silver, mientras indicaba a los demás que lo siguieran. En ese momento, vi con estupefacción cómo el cocinero cojo levantaba su muleta y, con extrema violencia, la impactaba contra el cráneo del timonel, arrojándolo hacia delante. Sin perder un segundo, se lanzó sobre el marinero caído y comenzó a acuchillarlo con fiereza.

El resto de marinos observaba la escena con tal desinterés que llegué a pensar si en sus corazones habitaba algo que no fuera avaricia.

No había acabado el macabro suceso cuando oí una poderosa orden que incluso paralizó a Silver. Era el Capitán Smollet.

—¡Quietos donde estáis! Tu intento de motín ha sido descubierto, John Silver, y vas a ser juzgado y condenado. Aquí y ahora.

El capitán estaba flanqueado por cuatro marineros con los mosquetes apuntando al cocinero. Este, de un rápido movimiento, se dirigió hacia mi barril para cubrirse, momento en el que oí una salva de disparos. Algo atravesó la madera y un profundo dolor atenazó mi cuerpo. Luego... Silencio y oscuridad.

Desperté, sobresaltado y febril, en un elegante camarote. Giré la cabeza y me encontré con los amables ojos del Doctor Livesey.

—Por todos los demonios, joven Hawkins, ¿qué hacías metido en ese barril? Has tenido mucha suerte de salir de esta. Si no hubiese sido por el grito de alarma de Silver y porque la madera frenó la bala que se alojó en tu pecho, habrías...

—Espere, doctor —dije con la voz débil—, ¿qué quiere decir con el grito de alarma de Silver?

—Bueno —El doctor se movía incómodo—, parece que el pirata tuvo un último gesto piadoso. Cuando te vio dentro del barril, herido, gritó que no disparáramos más. Y eso hicimos. Pero varias balas le habían alcanzado y murió allí mismo, protegiendo el barril con su cuerpo.

Medité aquellas palabras y, finalmente, susurré una breve plegaria por el alma del pirata que me había salvado la vida.

Beso o atrevimiento



 Hasta ahora he sido un simple espectador en esta prueba de valor y sacrificio. He contemplado divertido cómo mis amigos se han derrumbado ante las decisiones que debían tomar. Me he reído de Mario, mientras paseaba su mirada llena de terror entre la daga y Felisa, que sonreía tras sus gafas de montura negra. ¡Qué difícil que se lo hemos puesto! Ha tenido que recorrer la calle Matacabras con los pantalones bajados y cacareando. A Migue no le ha ido mejor: le hemos hecho embadurnarse enterito de harina. Y a Rafa… Con Rafa nos hemos pasado. Sus padres lo tendrán castigado semanas. Está ansioso por vengarse.

Y ahora, en este horrible momento, la punta de plástico de la daga se ha detenido frente a Carla. Debí girar más fuerte el maldito juguete. O más suave. O quedarme en casa jugando al “League of Legends”.

Todos mis amigos han levantado poco a poco sus cabezas y me han mirado sonrientes. Me la tienen guardada. Al fin y al cabo, la mayoría de los “atrevimientos” han sido idea mía. Rafa no puede evitar salivar de gusto.

¿Qué hacer? Podría haberme tocado cualquier otra: Rosa, Felisa, Aurora… Habría sido una decisión facilísima. Pero me ha tenido que tocar Carla.

Carla.

Llevo enamorado de ella desde quinto. Desde aquella vez que nos sentaron juntos (para ver si se me pegaba algo, dijo el de Matemáticas) y descubrí las pequeñas pecas de su nariz y los hoyuelos de su cara al sonreirme. Estaba en lo cierto Don Jacinto: se me había pegado algo.

Nunca le he dicho nada. Ni a mis amigos. Esas cosas no se cuentan. Y ahora tengo la oportunidad y la escusa para besarla. 

Parece un sueño. Pero nada más lejos.

Todos mis amigos han elegido atrevimiento. Se considera más valiente y honorable que besar a una chica. Cualquier jugarreta imaginada por tus colegas es mucho mejor que eso y debe asumirse con resignación. Y, aunque solo imaginarme la maldad que mis amigos tienen prevista me pone los pelos de punta, ese no es el problema.

El problema es yo quiero besarla.

Los instantes de duda están haciendo que mis amigos se miren confusos y que las niñas empiecen a cuchichear. Carla sigue sin decir nada, mirándome con su sonrisa con hoyuelos.

“A la porra todo, yo la beso”, decido.

Me levanto mirándome los pies, como si fuera lo más interesante del mundo. Avanzo lentamente entre risitas y exclamaciones de sorpresa y alarma. Por fin reúno valor y miro a Carla. Dios, que guapa es. Me agacho y ella cierra los ojos. Mi corazón amenaza con salirse y estropear el momento. Yo también cierro los ojos y junto los labios. Quiero que sea perfecto. Quiero que…

Suena “Big Bang Theory”. Carla saca su móvil: “Hola, Mamá. Sí, vale, tiro para casa”. Se levanta, se despide de nosotros y se marcha.

Y me quedo allí sentado, con mis amigos gritándome mientras lucho por hacer que mi corazón vuelva a latir.

viernes, 24 de junio de 2016

Siete y media






En aquel antro, Hidalgo, con su traje oscuro de lino, desentonaba como un Cardhu en un botellón. El tipo canijo que tenía enfrente estaba dando la vuelta a su carta.

—No está teniendo suerte, jefe. —Su sonrisa iba dirigida al individuo que había tras Hidalgo—. Siete. La banca vuelve a ganar. —Recogió el dinero y los naipes con un único y rápido movimiento.

—¡Increíble! —dijo Hidalgo—. ¡Ya he perdido tres manos! La siguiente tiene que ser mía. ¿Qué te estaba contando?

—Me contaba, jefe, cómo se metió a estudiar ordenadores —dijo el tipo mientras barajaba, sin mover la de abajo.

—Ah, sí, la carrera de informática. Quería ser analista de mercado. —Cogió de forma distraída la carta, la ojeó unos segundos y la giró. Vi que era un caballo de espadas—. Una media. ¿Qué te parece si apuestas el doble del dinero que me has ganado y yo lo igualo?

El canijo abrió tanto los ojos que parecía que se le caerían al suelo.

—Por mí no hay problema, jefe. —Inspiró ruidosamente—. Aquí tiene.

Sacó un naipe del mazo y se lo alargó a Hidalgo que, sin voltearlo, lo colocó junto al caballo.

El tipo se quedó mirándolo, sorprendido.

—¿No le va a dar la vuelta a la carta, jefe? —Se mordía el labio inferior, nervioso, mientras su compañero levantaba los hombros en señal de impotencia.

—No me hace falta. Me planto. Juegas tú. Pero esta vez deja el mazo en la mesa.

El canijo, nervioso, lo dejó. Volteó su carta. Era un cinco de copas.

—Esto se pone interesante ¿qué vas a hacer? —le dijo Hidalgo sonriente—. Mientras piensas, te sigo contando.

»Era muy bueno calculando probabilidades y me enganché a los juegos como este. Analizaba variables y apostaba en consecuencia. Gané tanto y tan rápido que me hice conocido en los casinos de la ciudad y me prohibieron la entrada. Desde entonces, me veo obligado a quitarme el mono de las apuestas en agujeros como este, con estafadores de medio pelo que solo se conocen los trucos más simples, como tener un compinche que te chive las jugadas o hacer trampas al barajar. —El canijo sudaba y comenzó a echar mano de algo en el bolsillo—. ¿Os he presentado a mi socio? –continuó Hidalgo—. Es ese de allí. —Se giró hacia donde yo estaba y todos siguieron su mirada. Era mi momento: comencé a quitarme con tranquilidad la chaqueta, dejando al descubierto el arma que descansaba en mi funda sobaquera—. Se encarga de que las partidas terminen civilizadamente. Te toca hablar.

El  canijo, mirándome de reojo,  se decidió a actuar. Sacó otra carta del mazo. Era el tres de oros.

Se había pasado.

—Vaya, lástima, yo gano. —Hidalgo se levantó y recogió el dinero—. Por cierto, además de las probabilidades, en la siete y media hay que saber manejar los faroles.

Cogió la carta oculta y se la lanzó al tipo.

Era el uno de espadas.